María

Ella entró dándonos los buenos días. Sea que hubiese oído las últimas palabras de mi padre sobre mi viaje, sea que no pudiese prescindir de su timidez genial delante de éste, con mayor razón desde que él le había hablado de nuestro amor, se puso algo pálida. Mientras él acababa de firmar, la mirada de María se paseaba por las láminas del cuarto, después de haberse encontrado furtivamente con la mía.

—Mira —le dijo mi padre sonriendo al mostrarle los cabellos—¿no te parece que tengo mucho pelo?

Ella sonrió también al responderle:

—Sí, señor.

—Pues recórtalo un poco. —Y tomó para entregárselas las tijeras de un estuche que estaba sobre una de las mesas—. Voy a sentarme para que puedas hacerlo mejor.

Dicho esto, acomodóse en la mitad del cuarto dando la espalda a la ventana y a nosotros.

—Cuidado, mi hija, con trasquilarme —dijo cuando ella iba a empezar—. ¿Está principiada la otra carta? —añadió dirigiéndose a mí.

—Sí, señor.

Comenzó a dictar hablando con María mientras yo escribía.

—¿Conque te hace gracia que te pregunte si tengo muchos cabellos?

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