María

—¿Está ya?

—Creo que sí; ¿no? —añadió consultándome.

Cuando María se inclinó a sacudir los recortes de cabellos que habían caído sobre el cuello de mi padre, la rosa que llevaba en una de las trenzas le cayó a él a los pies. Iba a alzarla, pero mi padre la había tomado ya. María volvió a ocupar su puesto tras de la silla, y él le dijo después de verse en el espejo detenidamente:

—Yo te la pondré ahora donde estaba, para recompensarte lo bien que lo has hecho; —y acercándose a ella, agregó, colocando la flor con tanta gracia como lo hubiera podido hacer Emma—: todavía se me puede tener envidia.

Detuvo a María, que se mostraba deseosa de retirarse por temor de lo que él pudiera añadir, besóle la frente y le dijo en voz baja:

—Hoy no será como ayer; acabaremos temprano.

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