A las cuatro llamó el buen amigo a mi puerta, y hacía una hora que lo esperaba yo, listo ya para marchar. El, Lorenzo y yo nos desayunamos con brandy y café mientras los bogas conducían a las canoas mi equipaje, y poco después estábamos todos en la playa.
La Luna, grande y en su plenitud, descendía ya al ocaso, y al aparecer bajo las negras nubes que la habían ocultado, bañó las selvas distantes, los manglares de las riberas y la mar tersa y callada con resplandores trémulos y rojizos, como los que esparcen los blandones de un féretro sobre el pavimento de mármol y los muros de una sala mortuoria.
—¿Y ahora hasta cuándo? —me dijo el Administrador correspondiendo a mi abrazo de despedida con otro apretado.
—Quizá volveré muy pronto —le respondí.
—¿Regresas, pues, a Europa?
—Tal vez.
Aquel hombre tan festivo me pareció melancólico en ese momento.
Al alejarse de la orilla la canoa ranchada, en la cual íbamos Lorenzo y yo, grito:
—¡Muy buen viaje!
Y dirigiéndose a los dos bogas:
—¡Cortico! ¡Laureán!… cuidármelo mucho, cuidármelo como cosa mía.