María

Bibiano me dejó, creyéndome dormido, y fue a apurar la comida. Lorenzo encendió vela y preparó la mesita de la casa con el menaje de nuestra alforja.

A las ocho todos estaban, bien o mal, acomodados para dormir. Lorenzo, luego que me hubo acomodado con esmero casi maternal en la hamaca, se acostó en la suya.

—Taita —dijo Rufina desde su alcoba a Bibiano, que dormía con nosotros en la sala—: escuche su mercé la verrugosa cantando en el río.

En efecto, se oía hacia ese lado algo como el cocleo de una gallina enorme.

—Avísale a ño Laureán —continuó la muchacha— para que a la madrugada pasen con mañita.

—¿Ya oíte, hombre? —preguntó Bibiano.

—Sí, señó —respondió Laureán, a quien debía de tener despierto la voz de Rufina, pues según comprendí más tarde, era su novia.

—¿Qué es esto grande que vuela aquí? —pregunté a Bibiano, próximo ya a figurarme que sería alguna culebra alada.

El murciélago, amito —contestó—; pero no haya miedo que le pique durmiendo en la hamaca.

Los tales murciélagos son verdaderos vampiros que sangran en poco rato a quien llega a dejarles disponibles la nariz o las yemas de los dedos; y realmente se salvan de su chupadura los que duermen en hamaca.

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