El Castillo

La conversación de K con la posadera había retrasado la comida: aún no estaba preparada y los huéspedes se habían reunido, si bien ninguno de ellos había osado infringir la prohibición de la posadera de pisar la cocina. Ahora, sin embargo, que los observadores anunciaron que la posadera ya llegaba, las criadas entraron en la cocina, y cuando K entró en el comedor, los numerosos comensales, más de veinte, hombres y mujeres, vestidos con provincialismo pero no como campesinos, se abalanzaron desde la ventana hacia las mesas para asegurarse su plaza. Sólo en una pequeña mesa, situada en un rincón, permanecía ya sentado un matrimonio con algunos niños; el hombre, un señor amable de ojos azules con cabello gris desgreñado y barba, estaba inclinado hacia los niños marcándoles el compás para su canción, que se esforzaba en mantener en un tono bajo. Quizá quería que se olvidaran del hambre con la canción. La posadera se disculpó ante los comensales con unas palabras pronunciadas con indiferencia, nadie le reprochó nada. Miró buscando al posadero, que ya había huido hace tiempo ante la dificultad de la situación. Entonces se fue lentamente hacia la cocina; para K, que se apresuró a buscar a Frieda en su habitación, ya no tuvo ni una mirada.



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