El Castillo

VII. EL MAESTRO

K se encontró arriba con el maestro. La habitación, para su alegría, apenas se podía reconocer, tan diligente había sido Frieda. Había aireado, había puesto la calefacción, fregado el suelo, hecho la cama; las cosas de las criadas, esa odiosa basura, habían desaparecido, incluidas las fotografías; la mesa, que había atraído las miradas por la costra de mugre formada en la tabla, había sido cubierta con un mantel blanco. Ahora ya se podía recibir a huéspedes; la poca ropa de K que Frieda había lavado con anterioridad y que colgaba ahora ante la calefacción para secarse, molestaba poco. El maestro y Frieda estaban sentados a la mesa, se levantaron cuando entró K, Frieda le saludó con un beso, el maestro se inclinó un poco. K, distraído y aún con la intranquilidad provocada por la conversación con la posadera, comenzó a disculparse por no haber podido visitar aún al maestro: parecía como si indicase que el maestro, impaciente por la espera de K, se hubiese decidido por hacer él mismo la visita. El maestro, sin embargo, con su actitud moderada, sólo pareció recordar lentamente que entre K y él se había convenido una suerte de visita.

—Usted es, entonces, señor agrimensor —dijo lentamente—, el forastero con el que hablé hace tiempo en la plaza de la iglesia.

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