El Castillo

—No sé si fui descortés —dijo K mientras se secaba—, pero que pensaba en otra cosa que en un comportamiento cortés, es cierto, pues se trataba de mi existencia que se ve amenazada por el ignominioso funcionamiento de una administración cuyas particularidades no tengo que expresar, pues usted mismo es un miembro activo de sus organismos. ¿Se ha quejado sobre mí el alcalde?

—¿De quién otro se podría quejar? —dijo el maestro—. Y si lo hubiera, ¿se quejaría de él alguna vez? Me he limitado a levantar un acta, según su dictado, sobre su conversación y, a través de ella, he tenido suficiente noticia sobre la bondad del señor alcalde y sobre su tipo de respuestas.

Mientras K buscaba el peine, que Frieda tenía que haber guardado en alguna parte, dijo:

—¿Cómo? ¿Un acta? ¿Redactada en mi ausencia por alguien que ni siquiera estuvo en la entrevista? No está mal. Y ¿por qué un acta? ¿Acaso fue un acto administrativo?

—No —dijo el maestro—, fue semioficial, también el acta es sólo semioficial, se hizo porque en nuestros asuntos tiene que reinar un orden severo. En todo caso ya está redactada y no resulta muy honrosa para usted.

K, que ya había encontrado el peine sobre la cama, dijo más tranquilo:

—Pues muy bien, ¿ha venido sólo a anunciármelo?

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