El Castillo

Como aún dudaban —su habitación les parecía demasiado cambiada—, K tomó a una del brazo para conducirla hacia el interior. Pero la dejó inmediatamente, tanta sorpresa leyó en la mirada de las dos, después de haberse intercambiado un signo de inteligencia, mirada que no apartaron de él.

—Ya me habéis mirado suficiente tiempo —dijo K, defendiéndose de una sensación desagradable; tomó los zapatos y el traje, que Frieda, seguida de los ayudantes, acababa de traer, y se vistió. Una vez más le resultó incomprensible la paciencia que mostraba Frieda con los ayudantes. Los había encontrado, tras una larga búsqueda, en vez de limpiando los trajes en el patio como debían, en el comedor, pacíficamente sentados y comiendo, con el traje sucio y arrugado sobre las rodillas; ella misma tuvo que limpiarlo después y, sin embargo, ella, que sabía dominar a la gente de baja condición, ni siquiera se enojó con ellos, en su presencia habló de su burda negligencia como si contase una broma e incluso acarició a uno de ellos en la mejilla. K quería exponerle sus quejas al respecto más adelante. Ahora, sin embargo, ya era hora de irse.

—Los ayudantes se quedan aquí para ayudarte en el traslado —dijo K.

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