El Castillo

Quizá tuviese ese poder, pero no le habría servido de nada; hacer regresar al trineo habría significado tener que alejarse. Así que permaneció en silencio, siendo el único que mantenía su puesto, pero era una victoria que no proporcionaba ninguna alegría. Miró alternativamente al trineo y al señor. Este último ya había alcanzado la puerta por la que K había entrado al patio, una vez más miró hacia atrás, K creyó ver cómo sacudía la cabeza sobre tanta obstinación, luego se volvió con un movimiento corto y decidido y entró al pasillo en el que desapareció. El cochero permaneció más tiempo en el patio, tenía mucho trabajo con el trineo, tenía que abrir la gran puerta del establo, retroceder y colocar el trineo en su lugar, desenganchar los caballos, llevarlos a la cuadra, todo lo hacía con gran seriedad, sumido en sus pensamientos, ya sin ninguna esperanza de realizar un viaje; ese continuo trabajo en silencio, sin ninguna mirada de soslayo a K, le pareció a éste un reproche más duro que el comportamiento del señor. Y cuando una vez terminada la labor, el cochero, con su paso lento y oscilante, atravesó el patio, cerró la puerta y regresó al establo, todo pausadamente, siguiendo literalmente su propio rastro en la nieve, encerrándose en el establo, y cuando entonces se apagó la luz —¿a quién tendría que haber iluminado?—, y arriba, en la galería de madera, aún se veía claridad a través de la ranura, atrayendo su mirada errática, a K le pareció como si hubiesen roto todos los vínculos con él y como si fuese más libre que nadie y pudiera esperar en ese lugar prohibido todo lo que quisiera, como si se hubiese ganado en duro combate, como ningún otro, esa libertad, y como si nadie pudiera tocarle o expulsarle, ni siquiera hablarle, pero —este convencimiento era como mínimo igual de fuerte— como si, al mismo tiempo, no hubiese nada más absurdo, más desesperado que esa libertad, esa espera, esa invulnerabilidad.

eXTReMe Tracker