El Castillo

K se apoyó allí, presionó los ojos con su mano y no prestó atención a nada. Luego dio unos sorbitos al coñac y lo rechazó porque era imbebible.

—Todos los señores lo beben —dijo brevemente Pepi, vació el resto, lavó la copa y la colocó en su sitio.

—Los señores también lo tienen mejor —dijo K.

—Es posible —dijo Pepi—, pero yo no.

Con eso había terminado con K y ya estaba otra vez al servicio del señor, quien, sin embargo, no necesitaba nada, así que pasó una y otra vez por detrás de él con el intento respetuoso de arrojar una mirada a los papeles; pero no era más que burda curiosidad y fanfarronería, que también la posadera desaprobó frunciendo las cejas.





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