El Castillo

La mención de los dos interrogatorios, sobre todo el de Erlanger, y el respeto con el que K había hablado de los dos señores, ablandó al posadero. Pareció querer cumplir la petición de K de poner una tabla sobre los barriles y dejarle dormir allí hasta la tarde, pero la posadera estaba claramente en contra; ajustándose inútilmente el vestido, cuyo desorden parecía haber descubierto en ese momento, sacudía una y otra vez la cabeza; al parecer estaba a punto de desencadenarse de nuevo la vieja disputa sobre la pureza de la casa. Para K, debido a su cansancio, la conversación del matrimonio adoptada una importancia desmesurada. Ser expulsado de allí le parecía una desgracia que superaba todo lo experimentado hasta entonces. Eso no podía ocurrir, ni siquiera si los dos se ponían de acuerdo contra él. Les siguió acechando acurrucado sobre el barril, hasta que la posadera, con su hipersensibilidad, que a K le había llamado la atención hacía tiempo, se echó repentinamente a un lado —probablemente ya había hablado con el posadero de cosas diferentes— y gritó:

—¿No ves cómo me mira? ¡Haz que salga de aquí de inmediato!

K, sin embargo, aprovechando la oportunidad y completamente convencido, casi hasta la indiferencia, de que permanecería allí, dijo:

—No te miro a ti, sino tu vestido.

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