El paraíso perdido

I

No diré que Satán sea el héroe del poema, pero sí en gran medida el responsable de que el Paraíso perdido siga hablándonos directamente. Más allá del debate entre sata nistas (que exaltan la figura del Ángel Caído al rango de protagonista épico) y antisatanistas (que lo condenan), lo cierto es que Satán, el Satán de los dos primeros libros del Paraíso perdido, encarna más que ningún otro personaje la consciencia del hombre occidental moderno. Como Satán, éste se revuelve contra su caída condición con la ira de su autoafirmación tajante, irrenunciable; con una curiosidad fáustica y vehemente; con un escepticismo radical como solvente contra toda verdad revelada, todo lo que no le descubran el esfuerzo y ascenso gradual de su propia mente. Como Satán, el hombre contemporáneo prefiere gobernar su propio infierno existencial que vivir aborregadamente en paraíso ajeno. Como él, es adicto al discurso de la libertad, no de la obediencia. Y soy consciente de que «hombre contemporáneo» no pasa de ser una generalidad, una entelequia, que hay muchas formas «contemporáneas» de ser «humano»; pero hablo de ese hombre cuya auto— afirmación irrenunciable —como a Satán en el «Libro VI» con sus cañones— le lleva a ingeniar, fabricar y utilizar armas, armas de destrucción masiva o personalizada, pero armas infernales; el hombre cuya vengativa curiosidad por todo lo que no es le lleva —como a Satán en el «Libro II» con su periplo a través del Caos— a cruzar océanos de agua, de espacio, de ideas y valores, desdeñando fáusticamente el riesgo de infectar de sí mismo a otros mundos o de traer de ellos la Némesis de toda su especie; de ese hombre, en definitiva, que como Satán allí donde se encuentre explota el discurso de la libertad e independencia al que es tan adicto hasta ese punto de demagogia en que sus estandartes ideológicos se convierten en la mentira de sí mismos.

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