Ana de las Tejas Verdes

Ana llevaba ya dos semanas en “Tejas Verdes” cuando la señora Lynde fue a visitarla. Para hacerle justicia, hay que aclarar que no tuvo la culpa de su tardanza. Una fuerte gripe fuera de estación había confinado a la buena señora en su casa casi desde su última visitas a “Tejas Verdes”. La señora Rachel no se ponía enferma a menudo y despreciaba a quienes lo estaban; pero la gripe, aseguraba, no era como las demás enfermedades, y sólo podía interpretarse como una visita especial de la Providencia. Tan pronto como el médico la permitió salir, se apresuró a correr a “Tejas Verdes”, muerta de curiosidad por ver a la huérfana de Matthew y Marilla, inquieta por las historias y suposiciones de toda clase que se habían divulgado por Avonlea.

Ana había aprovechado bien cada instante de aquellos quince días. Ya había trabado conocimiento con cada uno de los árboles y arbustos del lugar. Había descubierto un sendero que comenzaba más allá del manzanar y subía a través del bosque y lo había explorado hasta su extremo más lejano, viendo el arroyo y el puente, los montes de pinos y arcos de cerezos silvestres, rincones tupidos de helechos y senderos bordeados de arces y fresnos.

Se había hecho amiga del manantial profundo, claro y frío como el hielo, adornado con calizas rojas y enmarcado por helechos acuáticos.

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