Ana de las Tejas Verdes

Y Más allá había un puente de troncos sobre el arroyo.

Aquel puente conducía los danzarines pies de Ana hacia una colina boscosa donde reinaba un eterno crepúsculo bajo los erguidos pinos y abetos. Las únicas flores que había eran las miles de delicadas campanillas, las más tímidas y dulces de la flora de los bosques, y unas pocas y pálidas azucenas como espíritus de los capullos del año anterior. Las delgadas hebras centelleaban como plata entre los árboles y las ramas de los pinos y las campanillas parecían cantar una canción de amistad.

Todos estos embelesados viajes de exploración eran llevados a cabo en los ratos libres que le quedaban para jugar, y Ana ensordecía a Marilla y a Matthew con sus descubrimientos. No era que Matthew se quejase; escuchaba todo sin decir una palabra y con una sonrisa de regocijo en el rostro. Marilla permitía la “charla”, hasta que se daba cuenta de que ella misma se estaba interesando demasiado, y entonces interrumpía a Ana bruscamente con la orden de que cerrara la boca.



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