El año no quiso despedirse con un colorido crepúsculo y una sonrosada puesta de sol. Se fue con una blanca y estruendosa tormenta. Era una de esas noches en que el dios de los vientos se lanza desatado sobre las heladas praderas y los oscuros valles, gime por los aleros como un alma errante y arroja la nieve furiosamente contra las temblorosas ventanas.
—Es exactamente la clase de noche en que a la gente le gusta meterse entre las frazadas y decir sus oraciones —dijo Ana a Jane Andrews, quien había ido a pasar la tarde con ella y se quedó a dormir. Pero cuando estuvieron abrigadas en el lecho del pequeño cuarto blanco sobre la galería, no fue precisamente en sus oraciones en lo que pensó Jane.
—Ana —dijo muy solemnemente—, quiero decirte algo, ¿me escuchas?