Así habló Zaratustra

Pero los luminosos, los bravos, los transparentes – ésos son para mí los más inteligentes de todos los que callan: su fondo es tan profundo que ni siquiera el agua más clara – lo traiciona. –

¡Tú silencioso cielo invernal de barbas de nieve, tú cabeza blanca de redondos ojos por encima de mí! ¡Oh tú símbolo celeste de mi alma y de su petulancia!

¿Y no tengo que esconderme, como alguien que ha tragado oro, – para que no me abran con un cuchillo el alma?

¿No tengo que llevar zancos, para que no vean mis largas piernas, – todos esos envidiosos y apenados que me rodean?

Esas almas sahumadas, caldeadas, consumidas, verdinosas, amargadas – ¡cómo podría su envidia soportar mi felicidad!

Por ello les enseño tan sólo el hielo y el invierno sobre mis cumbres – ¡y no que mi montaña se ciñe también en torno a sí todos los cinturones del sol!

Ellos oyen silbar tan sólo mis tempestades invernales: y no que yo navego también por mares cálidos, como lo hacen los anhelosos, graves, ardientes vientos del sur.

Ellos continúan sintiendo lástima de mis reveses y de mis azares: – pero mi palabra dice: «¡Dejad venir a mí el azar: es inocente, como un niño pequeño!»[315].

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