¡Cómo podrían ellos soportar mi felicidad si yo no colocara en torno a ella reveses, y miserias invernales, y gorras de oso blanco, y velos de cielo nevoso!
– ¡si yo no tuviera lástima aun de su compasión: de la compasión de esos envidiosos y apenados!
– ¡si yo mismo no suspirase y temblase de frío ante ellos, y no me dejase envolver pacientemente en su misericordia!
Ésta es la sabia petulancia y la sabia benevolencia de mi alma, el no ocultar su invierno ni sus tempestades de frío; tampoco oculta sus sabañones.
La soledad de uno es la huida propia del enfermo; la soledad de otro, la huida de los enfermos.
¡Que me oigan crujir y sollozar, a causa del frío del invierno, todos esos pobres y bizcos bribones que me rodean! Con tales suspiros y crujidos huyo incluso de sus cuartos caldeados.
Que me compadezcan y sollocen conmigo a causa de mis sabañones: «¡En el hielo del conocimiento él nos helará incluso a nosotros!» – así se lamentan.
Entretanto yo corro con pies calientes de un lado para otro en mi monte de los olivos: en el rincón soleado de mi monte de los olivos yo canto y me burlo de toda compasión. –
Así cantó Zaratustra.