1984

¡bang!, llegaría la bala, demasiado tarde, o quizá demasiado pronto. Le habrían destrozado el cerebro antes de que pudieran considerarlo de ellos. El pensamiento herético quedaría impune. No se habría arrepentido, quedaría para siempre fuera del alcance de esa gente. Con el tiro habrían abierto un agujero en esa perfección de que se vanagloriaban. Morir odiándolos, ésa era la libertad.

Cerró los ojos. Su nueva tarea era más difícil que cualquier disciplina intelectual. Tenía primero que de-gradarse, que mutilarse. Tenía que hundirse en lo más sucio. ¿Qué era lo más horrible, lo que a él le causaba más repugnancia del Partido? Pensó en el Gran Hermano. Su enorme rostro (por verlo constantemente en los carteles de propaganda se lo imaginaba siempre de un metro de anchura), con sus enormes bigotes negros y los ojos que le seguían a uno a todas partes, era la imagen que primero se presentaba a su mente.

¿Cuáles eran sus verdaderos sentimientos hacia el Gran Hermano?

En el pasillo sonaron las pesadas botas. La puerta de acero se abrió con estrépito. OBrien entró en la celda. Detrás de él venían el oficial de cara de cera y los guardias de negros uniformes.

-Levántate elijo OBrien-. Ven aquí.

Winston se acercó a él. O'Brien lo cogió por los hombros con sus enormes manazas y lo miró fijamente:

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