La República

—Voy a decírtelo —repliqué—, si bien mi lengua se ve contenida por cierto cariño y cierto respeto que desde niño he tenido a Homero, porque éste es sin duda el maestro y el jefe de todos estos bellos poetas trágicos; pero como los miramientos debidos a un hombre son siempre menores que los que deben tenerse a la verdad, es preciso que yo hable.

—Muy bien —dijo.

—Escucha, pues; o, más bien, respóndeme.

—Interroga.

—¿Puedes decirme lo que es la imitación en general? Por mi parte, te confieso que tengo dificultad en comprender qué ha de ser.

—¿Y crees que pueda yo comprenderla mejor que tú? —exclamó.

—No tendría nada de extraño —dije—. Muchas veces los de vista débil perciben los objetos antes que los que la tienen muy penetrante.

—Así es —admitió—. Pero jamás me atreveré a decir en tu presencia mi opinión sobre ninguna materia. Tú verás, por tanto.

—¿Quieres que procedamos en nuestra indagación según nuestro método ordinario? Tenemos costumbre de abrazar bajo una idea general cada multitud de seres, comprendidos todos bajo un mismo nombre. ¿Entiendes?.[1]

—Entiendo.

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