Cuentos de amor de locura y de muerte

Ella estaba también muy cambiada, porque el encanto de un candor y una frescura de los catorce años no se vuelve a hallar más en la mujer de veintiséis. Pero bella siempre. Su olfato masculino sintió en su cuello mórbido, en la mansa tranquilidad de su mirada, y en todo lo indefinible que denuncia al hombre el amor ya gozado, que debía guardar velado para siempre el recuerdo de la Lidia que conoció.

Hablaron de cosas muy triviales, con perfecta discreción de personas maduras. Cuando ella salió de nuevo un momento, la madre reanudó:

–Sí, está un poco débil… Y cuando pienso que en el campo se repondría enseguida… Vea, Octavio: ¿me permite ser franca con usted? Ya sabe que lo he querido como a un hijo… ¿No podríamos pasar una temporada en su establecimiento? ¡Cuánto bien le haría a Lidia!

–Soy casado –repuso Nébel.

La señora tuvo un gesto de viva contrariedad, y por un instante su decepción fue sincera; pero enseguida cruzó sus manos cómicas:

–¡Casado, usted! ¡Oh, qué desgracia, qué desgracia! ¡Perdóneme, ya sabe!… No sé lo que digo… ¿Y su señora vive con usted en el ingenio?

–Sí, generalmente… Ahora está en Europa.

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