El Corsario Negro

—Pero ¿dónde estamos? ¿Qué ciudad es la que gobierna ese hombre?

—¡Pronto lo sabrá usted!

—Pero ¿cómo se llama? —preguntó la Duquesa con angustia.

—¿Le interesa a usted saberlo?

La joven flamenca se llevó a la frente su pañuelo de seda. Aquella linda frente estaba empapada de sudor frío.

—No sé —dijo con voz trémula—. Me parece que oí contar allá en los días de mi niñez, a algunos hombres de armas que conocían a mi padre, una historia que se parece a la que usted me ha contado.

—¡Es imposible! —dijo el Corsario—. ¡Usted no ha estado nunca en el Piamonte!

—¡No; pero le ruego que me diga cómo se llama ese hombre!

—Pues bien, se lo diré: es el duque Wan Guld.

En el mismo instante se oyó retumbar fragorosamente en el mar un lejano cañoneo.

El Corsario Negro se lanzó fuera del saloncito gritando:

—¡El alba!

La joven flamenca no hizo movimiento alguno para detenerle. Se llevó ambas manos a la cabeza con un gesto de desesperación, y en seguida cayó sobre el tapiz, sin dar un solo grito y cual si un rayo la hubiese herido.

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