El Corsario Negro

—¡Truenos! —exclamó Carmaux—. ¿Un bajo?

El Corsario se inclinó y, descubriendo ante la canoa una masa negra, alargó rápidamente el brazo para echarle mano antes de que desapareciese debajo de la quilla.

—¡Un cadáver! —exclamó.

Hizo un gran esfuerzo para izar aquel cuerpo humano; era el de un capitán español, el cual tenía deshecha la cabeza de un tiro de arcabuz.

—¡Es uno de los compañeros de Wan Guld! —dijo, dejándolo caer al agua.

—Le han echado por la borda para aligerar el peso de la chalupa —añadió Carmaux sin abandonar el remo—. ¡Fuerza, Wan Stiller! ¡Esos tunantes no deben de andar lejos!

—¡Allí van! —gritó en aquel instante el Corsario.

A unos seiscientos o setecientos metros de distancia vio brillar una estela luminosa, la cual se hacía por momentos más espléndida. Debía de producirla la chalupa al atravesar un espacio de agua saturada de huevos de pescados o de noctilucos.

—¿Se les distingue, Capitán? —preguntaron a un tiempo Carmaux y Wan Stiller.

—¡Sí; veo la chalupa en el extremo de la estela luminosa! —contestó el Corsario.

—¿Ganamos terreno?

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