El Corsario Negro

No pudo concluir: la espada del Corsario le atravesó el pecho, clavándole en la pared y cortándole la palabra.

Un chorro de sangre que le salió de los labios le manchó la coraza de cuero, que no había sido suficiente para resguardarle de aquella terrible estocada; abrió desmesuradamente los ojos, miró con terror a su adversario por última vez, y en seguida cayó pesadamente al suelo, partiendo en dos pedazos la hoja que le sostenía clavado en la pared.

—¡Ese se ha ido! —dijo Carmaux en tono de mofa.

Se inclinó sobre el cadáver, le quitó de la mano la espada, y alargándosela al Capitán, que miraba al aventurero de un modo tétrico, le dijo:

—¡Ya que se ha roto la otra, tome usted esta! ¡Por Baco! ¡Es una verdadera hoja de Toledo; se lo aseguro, señor!

El Corsario tomó la espada del vencido sin decir palabra, cogió el sombrero y el ferreruelo, tiró sobre la mesa un doblón de oro, y salió de la posada, seguido por Carmaux y el negro, sin que los otros se hubieran atrevido a detenerlos.

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