El Corsario Negro

CAPÍTULO V

EL AHORCADO

Cuando el Corsario y sus acompañantes llegaron a la plaza de Granada, era tan grande la oscuridad, que a veinte pasos de distancia no se podía distinguir una persona.

En la plaza reinaba un silencio profundo, interrumpido únicamente por el desapacible graznido de algún urubú de los que acechaban las horcas de que pendían los quince filibusteros. Ni siquiera se oían los pasos del centinela que guardaba la casa del Gobernador.

Marchando siempre a lo largo de las paredes de las casas o por detrás de los troncos de las palmeras, el Corsario, Carmaux y el negro avanzaban lentamente, atentos el oído y la mirada, y con las manos sobre las armas, procurando llegar hasta los ajusticiados sin que nadie pudiese verlos.

De cuando en cuando, y siempre que algún rumor turbaba la quietud de la vasta plaza, deteníanse bajo la sombra de algún árbol o en la oscura arcada de alguna puerta, esperando con cierta ansiedad a que el silencio se restableciera.

Hallábanse ya a muy pocos pasos de la primera horca, en la cual se mecía, movido por la brisa de la noche, un pobre diablo casi desnudo, cuando el Corsario indicó con el dedo a sus compañeros una sombra humana que se movía ante el ángulo del palacio del Gobernador.

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