El Corsario Negro

—¡Por mil tiburones! —barbotó Carmaux—. ¡Ah! ¡Está el centinela! ¡Ese hombre va a estropearnos la empresa!

—¡Pero Moko es fuerte! —dijo el negro—. ¡Iré y degollaré a ese soldado!

—¡Y te agujerearán el vientre, compadre!

El negro sonrió, mostrando dos filas de dientes blancos como el marfil, y tan agudos, que podían causar envidia a un tiburón, diciendo:

—¡Moko es astuto y sabe deslizarse como las serpientes que domestica!

—¡Anda! —le dijo el Corsario—. ¡Antes de llevarte conmigo, quiero tener una prueba de tu audacia!

—¡La tendréis, patrón! ¡Cogeré a ese hombre como en otro tiempo cogía los caimanes en la laguna!

Se desenrolló de la cintura una cuerda muy fina de cuero trenzado, que terminaba en un anillo —un verdadero lazo, semejante al que usan los vaqueros mexicanos para atrapar a los toros—, y se alejó en silencio, sin producir el menor ruido.

El Corsario se ocultó detrás del tronco de una palmera; le miraba atentamente, admirando quizá la resolución de aquel negro, que casi inerme iba a hacer frente a un hombre bien armado y seguramente resuelto.

—¡El compadre tiene hígados! —dijo Carmaux.

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