Los noventa hombres embarcaron en los paraos. Yáñez y Sandokán subieron a bordo del más grande y mejor armado. Llevaba cañones dobles y además estaba blindado con gruesas láminas de hierro.
La expedición salió de la bahÃa entre los vÃtores de los piratas agolpados en las orillas y en los bastiones.
El cielo estaba sereno y el mar tranquilo. Pero a eso de medio dÃa aparecieron en el Sur unas nubecillas de color y forma que no presagiaban nada bueno. Sandokán no se inquietó demasiado.
—Si los hombres no son capaces de detenerme —dijo—, menos lo hará una tempestad.
—¿Temes un huracán? —preguntó Yáñez.
—SÃ, pero puede favorecernos, hermanito; asà desembarcaremos sin que vengan a importunarnos los cruceros.
—Si anuncias tu desembarco con una lancha cualquiera, el lord huirá a Victoria.
—Es verdad —suspiró Sandokán.
—Quizás podamos realizar algo que tengo pensado. Pero dime, ¿se dejará raptar Mariana?
—¡SÃ, me lo ha jurado!
—¿Y piensas llevarla a Mompracem?
—SÃ.
—Y después de casarte, ¿la mantendrás all�