Los Tigres de Mompracem

Sandokán se encaramó en el emparrado y se aferró a los hierros de la ventana.

—¡Tú! —exclamó la joven, loca de alegría—. ¡Gracias a Dios!

—¡Mariana! —murmuró el pirata, cubriéndole de besos las manos—. ¡Por fin vuelvo a verte!

—¡Verte después de haberte llorado por muerto! Esta es una alegría demasiado grande, amor mío.

—No muere con tanta facilidad el Tigre de la Malasia, Mariana. Pasé sin un rasguño entre los tiros de tus compatriotas; atravesé el mar, llamé a mis hombres y he vuelto a la cabeza de cien tigres, dispuesto a todo para salvarte. —¡Sandokán! ¡Sandokán!

—Dime, Mariana, ¿está aquí el lord?

—Sí, y me tiene prisionera por temor a que reaparezcas. En las habitaciones bajas hay vigilancia durante la noche. Estoy encerrada entre bayonetas y rejas y no puedo dar un paso al aire libre. Temo que no podré ser nunca tu mujer, porque mi tío, que me odia, interpondrá entre tú y yo la inmensidad del océano.

Dos lágrimas cayeron de sus ojos.

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