Los Tigres de Mompracem

XVIII. Dos piratas en una estufa

Cualquier otro hombre que no fuera indio o malayo se hubiera roto las piernas al dar ese salto. Pero Sandokán era duro como el acero y tenía la agilidad de un mono.

Apenas tocó tierra, se puso de pie y empuñó el kriss en actitud de defensa. Por fortuna, allí estaba el portugués.

—¡Huye, loco! ¿Quieres que te acribillen?

—¡Déjame! —exclamó el pirata, presa de intensa excitación—. ¡Asaltemos la quinta!

Cuatro soldados aparecieron en una ventana, apuntándole con los fusiles.

—¡Sandokán, ponte a salvo! —se oyó gritar a Mariana.

El pirata dio un salto que fue saludado con una descarga de fusilería, y una bala le atravesó el turbante. Se volvió rugiendo e hizo fuego, hiriendo a un soldado en medio de la frente.

—¡Ven! —gritó Yáñez y lo arrastró hacia la empalizada—. ¡Ven, imprudente testarudo!

Se abrió la puerta de la casa y diez soldados, seguidos de indígenas provistos de antorchas, salieron al jardín. El portugués hizo fuego por entre el follaje. El sargento que mandaba el grupo cayó en tierra.

—¡Mueve las piernas, hermanito!

—¡No puedo decidirme a dejarla sola!

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