Te he dicho que huyas. ¡Ven o te llevo yo! Aparecieron más soldados. Los piratas ya no dudaron más. Se metieron en medio de la maleza y se lanzaron a la carrera hacia la cerca.
—¡Corre, hermanito! —dijo el portugués—. Mañana les devolveremos los tiros.
Temo haberlo estropeado todo. Ahora ya saben que estoy aquí y no se dejarán sorprender.
—Pero si los paraos han llegado, tendremos cien tigres para lanzarlos al asalto.
—¡Me da miedo el lord! Es capaz de matar a su sobrina antes que dejar que caiga en mis manos.
—¡Demonio! —exclamó Yáñez con furia—. No había pensado en eso.
Iba a detenerse a tomar un poco de aliento, cuando en medio de la oscuridad vio unos reflejos rojizos.
—¡Los ingleses! —exclamó—. Nos persiguen a través del parque. ¡Volemos, Sandokán!
A cada paso la marcha se hacía más difícil. Por todos lados había grandes árboles que apenas dejaban paso. Sin embargo, como eran hombres que sabían orientarse, pronto llegaron a la cerca.
Sandokán, ya más prudente, trepó por la empalizada con la ligereza de un gato. Apenas llegó a lo alto oyó hablar en voz muy queda. Se apresuró a descender y se reunió con Yáñez, que no se había movido.
—Al otro lado hay hombres emboscados —le dijo.