Los Tigres de Mompracem

Pero a cada paso que daban la marcha se hacía más difícil. Por todas partes surgían enormes árboles que alzaban su grueso y nudoso tronco a una altura extraordinaria, y se deslizaban, entrecruzadas como boas monstruosas, miles de raíces. Subían y bajaban agarrados a los troncos y ramas.

Perdidos en aquella espesísima selva que en realidad podía llamarse virgen, se encontraron muy pronto en la imposibilidad de seguir avanzando.

—¿Adónde vamos, Sandokán? —preguntó Yáñez—. No sé por dónde pasaremos.

—Imitemos a los monos —dijo el Tigre de la Malasia.

—Tienes razón, así perderán nuestro rastro. ¿Y podremos orientarnos después?

—Ya sabes que los borneses no perdemos nunca la buena dirección. Nuestro instinto de hombres de los bosques es infalible.

—¿Habrán entrado ya en esta parte de la selva los ingleses?

—Lo dudo, Yáñez —respondió Sandokán—. Si nos cansamos nosotros, que estamos habituados, ellos no habrán podido dar ni diez pasos. Sin embargo, procuremos alejarnos pronto, porque el lord tiene perros que podrían alcanzarnos.

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