Los Tigres de Mompracem

—Confío en ti, Yáñez.

—No dudes, hermano.

—Sin embargo, no podemos dejar aquí el parao, pueden descubrirlo.

—Ya pensé en eso, Sandokán. Paranoa ya recibió sus instrucciones. Ahora, vamos a comer algo y luego nos iremos a acostar a nuestras camas. Te confieso que ya no puedo más de cansancio.

Calmada el hambre de tantas horas, se tendieron en sus literas. El portugués se durmió en seguida. Pero Sandokán tardó bastante en cerrar los ojos.

Tristes pensamientos y siniestras inquietudes lo tuvieron en vela varias horas.

Cuando volvió a subir a cubierta, vio que los piratas habían logrado esconder el parao. Lo empujaron hacia las márgenes de la laguna y lo ocultaron en medio de un bosque muy espeso. Cualquiera que pasara por ahí pensaría que se trataba de un grupo de plantas y de ramaje que la corriente había arrastrado hasta allí.

—¡Brillante idea! —dijo Sandokán.

—Pues ven ahora conmigo a tierra. Ya hay veinte hombres que nos esperan.

—¿Qué piensas hacer, Yáñez?

—Lo sabrás después. ¡Al agua la chalupa y mantengan la guardia!

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