Los Tigres de Mompracem

XXII. El prisionero

Atravesaron el riachuelo, y Yáñez condujo a Sandokán en medio de un boscaje, donde los aguardaban escondidos entre los árboles veinte hombres, armados hasta los dientes y provistos de un saco de víveres y un cobertor de lana.

Paranoa y el subjefe, Ikant, estaban allí.

—¿Están todos? —preguntó Yáñez.

—Todos —contestaron los hombres.

—Escúchame con atención, Ikant. Tú volverás a bordo y, ante cualquier cosa que suceda, enviarás a un hombre que encontrará siempre a otro compañero esperando sus órdenes. Nosotros te transmitiremos nuestros mandatos, los que pondrás en ejecución inmediatamente sin el menor retraso.

Ikant saltó a la canoa y Yáñez echó a andar, remontando el curso del río.

—¿Adónde nos conduces? —preguntó Sandokán, que no comprendía nada.

—Espera un poco, hermanito. Ante todo, dime cuánto dista del mar la quinta de Guillonk.

—Cerca de cuatro kilómetros en línea recta.

—Entonces tenemos hombres más que suficientes.

—Pero, ¿qué vas a hacer?

—¡Ten un poco de paciencia, Sandokán!

Se orientó por medio de una brújula y se internó bajo los árboles, a paso rápido.

eXTReMe Tracker