Los Tigres de Mompracem

XXVIII. Los prisioneros

Cuando volvió en sí, todavía medio atontado por el terrible golpe recibido, Sandokán se encontró encadenado en la bodega de la corbeta. Primero se creyó víctima de una pesadilla, pero el dolor que lo martirizaba, y sobre todo las cadenas que lo sujetaban, lo devolvieron a la realidad.

—¡Prisionero! —exclamó apretando los dientes e intentando romper los hierros—. ¿Qué pasó? ¿Me vencieron otra vez los ingleses? ¡Condenación! ¿Qué será de Mariana? ¡Quizás esté muerta!

Un tremendo espasmo le oprimió el corazón.

—Mariana! —gritó desesperado—. ¡Yáñez, mi buen amigo! ¡Inioko! ¡Tigres! ¡Nadie contesta! ¿Han muerto todos? ¡No, es imposible! ¡Sueño, o estoy loco!

Miró con espanto a su alrededor.

—¡Todos muertos! —exclamó con angustia—. ¡Solamente yo sobrevivo a tanto horror! ¡Mejor sería que hubiera caído yo bajo el plomo de esos asesinos y que me hubiera hundido con mi barco!

Con un nuevo ataque de locura y desesperación se arrojó del entrepuente, sacudiendo con fuerza las cadenas y gritando:

—¡Mátenme! ¡El Tigre de la Malasia ya no puede vivir!

De pronto se detuvo al oír una voz que decía:

eXTReMe Tracker