Los Tigres de Mompracem

Nadó durante algún tiempo; se detenía de cuando en cuando para poder respirar y se fue sacando la ropa que le dificultaba los movimientos. Sentía que se le acababan las fuerzas. Se le contraían los músculos, la respiración se le hacía más difícil y, para colmo de su desgracia, la herida continuaba sangrando y le producía agudísimos dolores al contacto con el agua salada.

Flotó un rato para recobrar el aliento. De pronto sintió que tropezaba con algo. ¿Sería un tiburón? A pesar de su valor, sintió que los cabellos se le erizaban.

Alargó instintivamente una mano y tocó un objeto duro. Era un pedazo de madera perteneciente a la cubierta del parao, y a ella estaban adheridos todavía un penol y unas cuerdas.

—¡Ya era tiempo! —murmuró Sandokán—. ¡Ya se me agotaban las fuerzas!

Se subió fatigosamente al fragmento de su pobre barco y puso al descubierto su herida de la cual brotaba todavía un hilo de sangre.

Durante otra hora aquel hombre que no quería morir ni darse por vencido luchó con las olas que poco a poco iban sumergiendo el madero, pero sus fuerzas menguaban de manera considerable.

Comenzaba a alborear cuando un golpe violento lo sacó de su amodorramiento.

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