Robin Hood

Los soldados bajaron de sus caballos y se lanzaron tras la pista del joven. Robín, doblándose bajo el peso, notaba que perdía ventaja; cuantos más esfuerzos hacía por alejarse, más inútiles eran, y para colmo de desdichas, la joven, que volvía en sí, se movía convulsivamente y gritaba. Estos desordenados movimientos entorpecían la velocidad de la carrera de Robín, y, si lograba esconderse tras algún tupido arbusto, los gritos de Christabel atraerían a los esbirros.

«¡Si hay que morir —pensó—, moriremos defendiéndonos!».

Y buscó un sitio apropiado para depositar a Christabel, dispuesto a volver para hacer frente a la gente del barón.

Un olmo rodeado de maleza y de retoños de árboles le pareció apropiado para servir de refugio a la prometida de Allan, y, sin revelar a Christabel los peligros que les amenazaban, la colocó al pie del árbol, se tendió junto a ella y le recomendó que permaneciese inmóvil y silenciosa, esperando a continuación mientras que imaginaba un terrible espectáculo: el incendio de la casa en la que había vivido, y a Gilbert y Margarita expirando entre las llamas.

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