Robin Hood

Conducido, siempre con cortesía, ante Robín Hood, el hombre se sentaba a la mesa con su huésped, comía bien, bebía mejor aún, y durante los postres se enteraba del gasto que se había hecho en su honor. No es preciso decir que esta cifra era proporcionada al valor financiero de la persona. Si llevaba dinero, pagaba; si no llevaba consigo más que una suma insuficiente, daba el nombre y la dirección de su familia, a la que se reclamaba un fuerte rescate. En este último caso el viajero, prisionero, era tan bien tratado que aguardaba sin el menor enojo la hora de su puesta en libertad.

El placer de comer con Robín Hood les costaba muy caro a los normandos, pero nunca se quejaban por haber sido obligados a ello.

Si los grandes señores eran despojados, en cambio los pobres, sajones o normandos, recibían una cordial acogida. Cuando Tuck no estaba, a veces detenían a un monje; si consentía buenamente en decir una misa para la banda, era generosamente recompensado.

Nuestro viejo amigo Tuck estaba demasiado a gusto en tan alegre compañía como para que se le ocurriese, ni por asomo, separarse de ella. Se había hecho construir una pequeña ermita en las cercanías de la gruta, y allí vivía de los mejores productos del bosque.

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