La fierecilla domada

No hay afrenta sino para mí. He aquí la consecuencia de obligarme a dar mi mano a un insensato, en contra de mi corazón. A un maleducado. A un impulsivo, que tras hacerme la corte a todo galope, luego no tiene prisa cuando llega el momento de casarse. Por lo tanto, bien os había yo dicho que era un disparatado, un loco, que bajo el manto de una ruda franqueza lo que ocultaba era una pura burla. Con tal de ser tenido por el más gracioso y festivo de los amigos, es de esos chuscos que no dudan en hacer la corte a mil mujeres, en fijar el día del matrimonio, en preparar un banquete, en invitar a sus amigos y en publicar amonestaciones. Todo ello sin la menor intención de desposar a la que corteja. Y he aquí que ahora todo el mundo señalará con el dedo a la pobre Catalina diciendo: «¡Esa es la mujer del taravilla de Petruchio! Por supuesto, cuando le dé la ventolera de casarse con ella».

TRANIO:

Paciencia, querida Catalina. Paciencia, señor Bautista. Yo estoy seguro, por mi vida, de que Petruchio tiene buenas intenciones, sea cual sea la casualidad que le impida cumplir su palabra. Es brusco, pero sensato; alegre vividor, pero honrado.

CATALINA:

¡Ojalá no le hubiese yo visto jamás! (Va hacia la casa, llorando, seguida de Blanca y de los invitados.)

BAUTISTA:

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