Heidi

—Vamos, Sebastián, salgamos un poco a ver lo que sucede. ¿No tendrás miedo, verdad? Pues sígueme. La puerta de la habitación estaba entreabierta y Johann la abrió del todo al salir al vestíbulo. En el mismo instante una fuerte corriente de aire que procedía de la puerta de entrada apagó la vela que el criado llevaba en la mano. Johann retrocedió precipitadamente y casi tiró a Sebastián al suelo. Lo hizo entrar bruscamente dentro de la habitación, cerró la puerta y con mano temblorosa dio dos vueltas a la llave. Después sacó de su bolso una caja de cerillas y volvió a encender la vela. Sebastián no comprendía muy bien lo que había sucedido; oculto detrás de las anchas espaldas de Johann, apenas pudo notar la corriente de aire, pero cuando vio el rostro de su compañero a la vacilante luz de la vela, dio un grito de terror: Johann estaba pálido como la muerte y temblaba como una hoja.

—¿Qué pasa? ¿Qué has visto? ¡Habla! —exclamó Sebastián, lleno de ansiedad.

—¡La puerta de entrada… abierta! —balbuceó—, ¡y por la escalera una silueta blanca, Sebastián, que subía… y nada más!


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