Heidi

Sebastián y Johann, hartos de la situación, sacaron fuerzas de flaqueza y, cediendo a los insistentes ruegos de la señorita Rottenmeier, se prepararon para pasar la noche en la habitación contigua a la gran sala de la planta baja, y aguardar allí los acontecimientos. La señorita Rottenmeier les entregó algunas armas que pertenecían al señor Sesemann y además le dio a Sebastián una gran botella de licor, a fin de que no les faltasen ni armas de defensa ni medios confortantes. A la hora convenida, los dos criados se instalaron, pues, en la citada habitación y comenzaron por tomarse algunas copitas de licor. El primer efecto fue que sintieron deseos de charlar, pero rápidamente les entró sueño y, tumbados en sendos sillones, callaron. Cuando en el viejo reloj de la iglesia dieron las doce, Sebastián se despertó y llamó a su compañero, pero no consiguió despertarlo por mucho que lo intentara.

Sebastián, ya muy despabilado, se puso a escuchar atentamente. No se oía un solo ruido, ni en la casa, ni en la calle. El gran silencio le impresionaba y se le habían ido las ganas de dormir por completo. De vez en cuando volvía a llamar a Johann con voz muy baja y le sacudía ligeramente. Por fin, cuando el reloj daba la una, Johann abrió los ojos y tomó a la realidad, recordando el porqué de su presencia allí, en un sillón, en lugar de estar acostado en su cama. Se puso de pie y, adoptando aires de valentía, exclamó:

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