Heidi

El Viejo, sin embargo, no pasaba aquel invierno en los Alpes. Había cumplido su palabra y, desde la caída de las primeras nieves, había cerrado la cabaña y el establo para descender a Dörfli con Heidi y las dos cabritas. En las cercanías de la iglesia y la casa parroquial existía un gran edificio que en otros tiempos fue mansión señorial, según podía verse por más de un indicio, aunque el caserón hallábase medio derruido. Esta casa había pertenecido antiguamente a un valiente militar que se distinguió por su bizarría en el ejército español, en el cual se alistó, acumulando después grandes riquezas. De regreso a Dörfli, su pueblo natal, mandó construir una magnífica casa, mas apenas había vivido algún tiempo en el pueblo, empezó a sentir un tedio irresistible: echaba de menos el ajetreo del mundo al que durante tanto tiempo se hallara acostumbrado. Salió, pues, nuevamente de Dörfli y nunca más volvió. Cuando, al cabo de muchos años, se tuvo la certeza de que había fallecido, uno de sus parientes, que vivía en aquel valle, le sucedió en la posesión de sus bienes. La mansión se hallaba ya entonces bastante derruida, y como el nuevo propietario no quiso hacer las necesarias reparaciones, el Ayuntamiento solía alquilarla a familias pobres que no podían pagar sino un alquiler muy pequeño; cuando alguna pared se venía abajo, nadie se cuidaba de volver a levantarla. Así pasaron muchos años. Al volver el Viejo de los Alpes a Dörfli con su hijo Tobías, alquiló la casa en ruinas y se estableció en ella.

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