Heidi

El Viejo, sin embargo, no pasaba aquel invierno en los Alpes. Había cumplido su palabra y, desde la caída de las primeras nieves, había cerrado la cabaña y el establo para descender a Dörfli con Heidi y las dos cabritas. En las cercanías de la iglesia y la casa parroquial existía un gran edificio que en otros tiempos fue mansión señorial, según podía verse por más de un indicio, aunque el caserón hallábase medio derruido. Esta casa había pertenecido antiguamente a un valiente militar que se distinguió por su bizarría en el ejército español, en el cual se alistó, acumulando después grandes riquezas. De regreso a Dörfli, su pueblo natal, mandó construir una magnífica casa, mas apenas había vivido algún tiempo en el pueblo, empezó a sentir un tedio irresistible: echaba de menos el ajetreo del mundo al que durante tanto tiempo se hallara acostumbrado. Salió, pues, nuevamente de Dörfli y nunca más volvió. Cuando, al cabo de muchos años, se tuvo la certeza de que había fallecido, uno de sus parientes, que vivía en aquel valle, le sucedió en la posesión de sus bienes. La mansión se hallaba ya entonces bastante derruida, y como el nuevo propietario no quiso hacer las necesarias reparaciones, el Ayuntamiento solía alquilarla a familias pobres que no podían pagar sino un alquiler muy pequeño; cuando alguna pared se venía abajo, nadie se cuidaba de volver a levantarla. Así pasaron muchos años. Al volver el Viejo de los Alpes a Dörfli con su hijo Tobías, alquiló la casa en ruinas y se estableció en ella. Cuando muchos años después se retiró a la montaña, el antiguo caserón permaneció desocupado, porque no se podía vivir en él más que a condición de prevenir los nuevos derrumbamientos, reparando cuidadosamente las grietas y los agujeros a medida que iban apareciendo. El invierno era largo y riguroso en Dörfli. El viento soplaba fuertemente alrededor del caserón y por todas partes penetraba en las grandes salas, apagando muchas veces las luces, y la pobre gente que en él vivía lo pasaba bastante mal. No así el abuelo de Heidi, porque sabía arreglárselas mejor. Desde el mismo momento en que decidió pasar el invierno en Dörfli, alquiló de nuevo la casa en ruinas, bajando con frecuencia durante el otoño para hacer en ella las necesarias reparaciones. Luego, hacia mediados de octubre, se estableció definitivamente con Heidi en el caserón. Al penetrar en el edificio por la parte posterior, se entraba, primero, en una sala muy amplia, una de cuyas paredes faltaba por completo y la otra existía sólo en parte; veíase en ésta todavía una ventana ojival, cuyos vidrios habían desaparecido hacía muchos años y por la cual trepaba vigorosamente una marcha dejándolo deslizar por donde quisiera. No podía dejar de llegar abajo, porque toda la montaña no era sino una inmensa pista de hielo.

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