Los Hijos del Capitán Grant en la América del Sur

Aceptaron contentos y al poco rato partieron con él Glenarvan y su sabio amigo; debían recorrer unos ocho kilómetros. Iniciaron la marcha a buen paso para poder seguir al gigante patagón. Recorrieron una hermosa región de abundantes pastos, surcada por riachos y con espaciosos estanques naturales en los que nadaban elegantes cisnes de cabeza negra. Había innumerables aves: tórtolas grises con líneas blancas, cardenales amarillos que parecían flores aladas; palomas, chingolos, gorriones, jilgueros y monjitas cruzaban incesantemente el aire. Paganel caminaba maravillado y no tuvo tiempo de cansarse admirando aquellas aves tan variadas. Le parecía que recién habían partido cuando ya estaban frente al campamento indígena. La toldería ocupaba un valle entre dos cerros. Allí se habían levantado unas cabañas de ramas donde se protegían treinta indígenas, pastores nómades que iban detrás de sus rebaños de ovejas, vacas y caballos.

Los indígenas no eran de raza bien pura; su estatura mediana, formas atléticas, frente deprimida, cara casi circular de labios delgados y facciones afeminadas no hubieran sido muy interesantes para un antropólogo; pero lo que más interesaba a Glenarvan era su ganado: tenían buenos caballos y bueyes.


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