La situación del joven había cambiado notoriamente. Puestos en su lugar, muchos habrían desesperado y, desde luego, no habrían contemplado las cosas desde su punto de vista; ya no podía contar con la familia de su tío y se sentía libre; lo habían expulsado del trabajo y le parecía haber salido de la cárcel; le daban las gracias, y consideraba que era él quien debía dar mil gracias. Sus preocupaciones no llegaban al punto de que se preguntara qué iba a ser de él. Se sentía capaz de todo, omnipotente.
A Quinsonnas le costó bastante tranquilizarlo, pero hizo lo posible por aminorar esa efervescencia.
-Ven a casa -le dijo-. Hay que dormir.
-Me acostaré cuando salga el sol -respondió Michel, con grandes ademanes.
-Saldrá, por lo menos metafóricamente -comentó Quinsonnas-, pero, físicamente, es de noche; y uno no duerme al aire libre; por lo demás ya no hay estrellas hermosas; los astrónomos sólo se ocupan ahora de las que no se ven. Vamos; hablaremos de esta situación.
-Hoy no -contestó Michel-. Me dirás cosas desagradables. Ya las conozco. Y qué me puedes decir que ya no sepa. ¿Le vas a decir a un esclavo, ebrio de sus primeras horas de libertad, "sabrás, amigo mío, que ahora te vas a morir de hambre"?
-Tienes razón; me callaré por ahora; pero mañana...