París en el siglo XX

"Allí deben estar sepultadas todas las producciones del espíritu humano", se dijo el joven.

Penetró a un vasto vestíbulo en cuyo centro había una oficina de telégrafos que comunicaba con los puntos más apartados de la tienda; circulaba sin pausa una legión enorme de empleados; contrapesos adosados a las paredes elevaban a los funcionarios hasta las estanterías más altas de las salas; una considerable multitud asediaba la oficina y los servidores se doblaban bajo la carga de los libros que trasportaban.

Michel, estupefacto, intentó en vano contar las innumerables obras que cubrían las paredes. La mirada se le perdió por las galerías de este establecimiento imperial.

"Nunca podré leer todo esto", pensaba mientras se situaba en la fila del caso. Finalmente llegó al mostrador.

-¿Qué quiere, señor? -le dijo el jefe de la Sección Pedidos.

-Necesito las obras completas de Víctor Hugo, -respondió Michel.

El empleado abrió de par en par los ojos.

-¿Víctor Hugo? -exclamó-. ¿Qué ha escrito?

-Es uno de los grandes poetas del siglo diecinueve, quizás el más grande -le aclaró el joven, ruborizándose.

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