Michel miró entonces la oficina contigua y reparó en unas cajas gigantescas: tenían aspecto de ciudadelas; poco les faltaba para tener almenas; en cada una fácilmente podría haber alojado una guarnición de veinte hombres.
Miguel no pudo evitar estremecerse ante la vista de esos cofres blindados y acorazados.
"Parecen a prueba de bombas", se dijo.
Un hombre de unos cincuenta años, con una pluma en la oreja, se paseaba gravemente a lo largo de esos monumentos. Michel advirtió de inmediato que el sujeto pertenecía a la familia de la gente de cifras, orden de los Cajeros; ese individuo exacto, ordenado, gruñón y rabioso, encajaba con entusiasmo y sólo pagaba sufriendo; parecía estimar que los pagos eran robos que se hacían a su caja y que lo que recibía sólo era una restitución. Unos sesenta funcionarios, despachantes y copistas escribían a duras penas y calculaban bajo su alta dirección.
Michel debía ocupar un lugar entre ellos; un sirviente lo condujo donde el personaje importante que lo esperaba.
-Monsieur -le dijo el Cajero-, lo primero es que olvide que pertenece a la familia Boutardin. Es la orden. -Me parece perfecto -respondió Michel.