Veinte mil leguas de viaje submarino

Por la noche no hubo variantes en nuestra situación. Siempre hielo, entre los cuatrocientos y quinientos metros de profundidad. Disminuía, evidentemente, ¡pero qué espesa era todavía la capa helada entre nosotros y la superficie del océano! Dieron las ocho. Desde hacía cuatro horas debía haberse renovado el aire en el interior del Nautilus, de acuerdo con lo acostumbrado a bordo. Sin embargo, yo no sentí demasiadas molestias, aunque el capitán Nemo no hubiera sacado aún de los depósitos un suplemento de oxígeno. 

El sueño me fue penoso durante aquella noche. Esperanzas y temores me embargaban sucesivamente. Me levanté varias veces. Los tanteos del Nautilus proseguían. A eso de las tres de la mañana observé que la superficie inferior de la barrera sólo estaba a cincuenta metros de profundidad. Ciento cincuenta pies nos separaban entonces de la superficie del mar. La barrera se convertía poco a poco en icefield. La montaña se hacía llanura. Yo no quitaba la mirada del manómetro. Seguíamos subiendo, siempre en diagonal, cerca de la cara inferior de la masa resplandeciente que fulguraba reflejando los rayos de la luz eléctrica. La barrera disminuía por encima y por debajo, mediante rampas alargadas. Cada milla amenguaba más. Por fin, a las seis de la mañana, el memorable día del 19 de marzo, se abrió la puerta del salón, apareció por ella el capitán Nemo y dijo:

-¡El mar abierto!

eXTReMe Tracker