Viaje al centro de la tierra

Al día siguiente, nos esperaba Hans con sus compañeros cargados con nuestros víveres, utensilios e instrumentos. Dos bastones herrados, dos fusiles y dos cartucheras nos estaban reservados a mi tío y a mí. Nuestro guía, que era hombre precavido, había añadido a nuestra impedimenta un odre lleno que, unido a nuestras calabazas, nos aseguraba agua para ocho días.

Eran las nueve de la mañana. El rector y su gigantesca furia, esperaban delante de la puerta, deseosos, sin duda, de darnos su último adiós, pero este adiós tomó la inesperada forma de una cuenta formidable, en la que se nos cobraba hasta el aire, bien infecto por cierto, que habíamos respirado en la casa rectoral. La dignísima pareja nos desolló como un hostelero suizo, cobrándonos a precio fabuloso su ingrata hospitalidad.

Mi tío pagó sin regatear. Un hombre que partía para el centro de la tierra no había de parar la atención en unos miserables rixdales. Arreglado este punto, dio Hans la señal de partida, y algunos instantes después habíamos salido de Stapi.



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