Viaje al centro de la tierra

Hacia las seis de la tarde, este derroche de luz disminuyó sensiblemente y casi cesó después. Las paredes adquirieron un aspecto cristalino, pero sombrío; la mica se mezcló más íntimamente con el feldespato y el cuarzo para formar la roca por excelencia, la piedra más dura de todas, la que soporta sin quebrarse el peso enorme de los cuatro órdenes del globo. Nos hallábamos encerrados en una inmensa prisión de granito.

Eran las ocho de la noche y el agua no había parecido. Yo padecía horriblemente; mi tío seguía marchando sin quererse detener. Aguzaba el oído tratando de sorprender el murmullo de algún manantial; mas en vano.

Mis piernas se negaban ya a sostenerme, a pesar de lo cual me sobreponía a mis torturas para no obligar a mi tío a hacer alto. Esto hubiera sido para él el golpe de gracia, porque tocaba a su fin la jornada que él mismo señalara como plazo.

Por fin me abandonaron las fuerzas; lancé un grito, y caí.

—¡Socorro, que me muero! —exclamé.

Mi tío volvió sobre sus pasos. Me contempló con los brazos cruzados, y salieron después de sus labios estas palabras fatídicas.

—¡Todo se ha acabado!

Un gesto espantoso de cólera hirió por postrera vez mis miradas, y cerré resignado los ojos.

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