Viaje al centro de la tierra

Cuando los volví a abrir, vi a mis dos compañeros inmóviles y envueltos en sus mantas. ¿Dormían? Por lo que a mí respecta, no pude conciliar el sueño un momento. Padecía demasiado, y me atormentaba, sobre todo, la idea de que mi mal no debía tener remedio. Las últimas palabras de mi tío resonaban aún en mis oídos. Todo se había acabado, en efecto; porque, en semejante estado de debilidad, no había que pensar siquiera en volver a la superficie de la tierra.

¡Había que atravesar legua y media nada menos de corteza terrestre! Me parecía que esta enorme masa gravitaba con todo su peso sobre mis espaldas y me aplastaba, agotando las escasas energías que me quedaban los violentos esfuerzos que hacía para librarme de aquella inmensa mole de granito.

Transcurrieron varias horas. Un silencio profundo reinaba en torno nuestro: ¡el silencio de las tumbas! Ningún rumor podía llegar a través de aquellas paredes, la más delgada de las cuales me diría, por lo menos, cinco millas de espesor.

Sin embargo, en medio de mi sopor, creí percibir un ruido; el túnel se quedaba a obscuras. Miré con mayor atención y me pareció ver que desaparecía el islandés con su lámpara en la mano.

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