Viaje al centro de la tierra

Mientras hablaba, me iba presentando alimentos que yo devoraba, y, entretanto, no cesaba de hacerle preguntas, a las que respondía con suma amabilidad.

Supe entonces que mi providencial caída me había conducido a la extremidad de una galería casi perpendicular, y, como había llegado en medio de un torrente de piedras, la menor de las cuáles hubiera bastado para aplastarme, había que deducir que una parte del macizo se había deslizado conmigo. Este espantoso vehículo me transportó de esta suerte hasta los mismos brazos de mi tío, en los cuales caí ensangrentado y exánime.

—En verdad que es asombroso que no te hayas matado mil veces —me dijo el profesor—. Pero, por amor de Dios, no nos separemos más, pues nos expondríamos a no volvernos a ver nunca.

¡Qué no nos separásemos más! Pero, ¿no había terminado el viaje? Y al hacerme esta pregunta, abrí desmesuradamente los ojos, en los cuáles se retrató el espanto; y, observado por mi tío, me preguntó:

—¿Qué tienes Axel?

—Tengo que hacerle a usted una pregunta. ¿Dice usted que estoy sano y salvo?

—Sin duda de ningún género.

—¿Tengo todos mis miembros intactos?

—Ciertamente.

—¿Y la cabeza?

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